Pues por medio de Él la ley del Espíritu de vida me ha liberado de la ley del pecado y de la muerte. Ro 8:2
viernes, 18 de agosto de 2017
HAZME ENTENDER...
Job 13:23
"¿Cuántas iniquidades y pecados tengo yo?
Hazme entender mi transgresión y mi pecado."
¿Alguna vez has puesto en la balanza y considerado lo grande que es el pecado del pueblo de Dios? Piensa cuán odiosa es tu propia transgresión, y descubrirás que no hay pecado tan doloroso como el que lo comete un hijo de Dios.
Intenta multiplicar esto, el pecado de uno solo, por la multitud de los redimidos, "un número que nadie puede contar", y tendrás alguna concepción de la gran masa de la culpa del pueblo por el cual Jesús derramó su sangre. Pero llegamos a una idea más adecuada de la magnitud del pecado por la grandeza del remedio proporcionado. Es la sangre de Jesucristo, el único y bien amado Hijo de Dios. ¡El hijo de Dios! ¡Ángeles lanzan sus coronas delante de Él! Todas las sinfonías del cielo rodean su glorioso trono. Cantan: "Dios sobre todos, bendito para siempre, Amén". Y sin embargo, Él toma sobre sí la forma de un siervo, y es azotado y traspasado, magullado y desgarrado, y por fin muerto. Ya que nada más que la sangre del Hijo encarnado de Dios podría hacer expiación por nuestras ofensas.
Ninguna mente humana puede estimar adecuadamente el valor infinito del sacrificio divino, porque grande como es el pecado del pueblo de Dios, la expiación que lo quita es inconmensurablemente mayor. Por lo tanto, el creyente, aun cuando el pecado ruge como un diluvio negro, y el recuerdo del pasado es amargo, puede estar de pie ante el trono ardiente del Dios grande y santo, y gritar: "¿Quién es el que condena?
Mientras que el recuerdo de nuestro pecado nos llena de vergüenza y tristeza, al mismo tiempo hace que sea una oportunidad para mostrar el brillo de la misericordia. La culpa es la noche oscura en la que la bella estrella del amor divino brilla con esplendor sereno.
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